Según Gary Hamel, el mundo ingresó a una nueva era económica, en la que la velocidad para crear es más importante que el desarrollo de habilidades y competencias. El management, advierte, deberá evolucionar con ella.
Gary Hamel tiene una misión: inventar el futuro del management. En los últimos años, las compañías innovaron a un ritmo feroz en las áreas de
desarrollo de productos y tecnología, pero hace décadas que un ámbito fundamental —la gestión— permanece inalterado. Según el célebre gurú
de negocios, el mundo está ingresando a una nueva era económica, a la que denomina la “era de la creatividad”, y el management carece de las cualidades para enfrentarla.
Usted describe a la gestión como uno de los principales logros de la humanidad. ¿Cuáles son los otros logros, y por qué el management puede compararse con ellos?
Cualquier cosa que nos permita conectar a los seres humanos de nuevas maneras es un logro. Por ejemplo, la imprenta, las editoriales y las comunicaciones modernas, como el teléfono, el telégrafo, los automóviles. O la energía eléctrica, que nos permite distribuir los medios de producción.
Por lo general, el progreso económico es producto de cuatro tipos de innovación. Primero, la social. Gracias a ella, salimos de un sistema feudal y valoramos a las personas por su propia contribución, más allá de su raza o sexo. Segundo, la innovación institucional: la clase de avances que crearon leyes empresarias, regímenes de patentes y otros organismos. Tercero, la innovación en tecnología. Y cuarto, la innovación en management, que convirtió todo eso en la posibilidad de un verdadero progreso económico. Hasta que aprendimos a reunir a la gente, a hacer las
cosas a escala y de maneras productivas, esas fantásticas innovaciones no cambiaban significativamente nuestro estándar de vida.
Un siglo atrás, las cuestiones urgentes eran cómo aumentar el capital y la productividad laboral. Por lo tanto, la gestión se “inventó” para encontrar las respuestas: cómo conseguir que la gente hiciera las mismas cosas, una y otra vez, con variaciones mínimas y una eficiencia creciente. Ya sea que se trate de crear semiconductores con miles de millones de transistores adentro, o de producir automóviles con pocos defectos. Estos logros surgieron de un grupo de personas que pensaban en la mejor manera de dirigir las actividades humanas a gran escala.
Ahora, si bien la eficiencia operativa sigue siendo crítica, es muy difícil crear una ventaja duradera basada exclusivamente en ella. Siempre habrá un competidor que pueda hacer las cosas a menor costo. Los datos sugieren que las innovaciones en la gestión —los avances fundamentales en nuestra manera de motivar, organizar, planificar, asignar y evaluar las cosas— producen ventajas más duraderas.
¿Podría mencionar algunas compañías que estén aplicando nuevos principios de gestión que les permitan generar una ventaja?
Es peligroso nombrar una en particular, porque estos desafíos son nuevos. Claro que hay organizaciones con más conciencia del cambio que otras. Por ejemplo, Google. La empresa busca la manera de crear una ventaja evolutiva: intenta no enamorarse del statu quo, que la vieja guardia no gane internamente a expensas de la vanguardia. Hay muchas firmas que están experimentando con nuevos modelos de gestión de manera marginal. Un ejemplo es el Bank of New Zealand. Se trata de una pequeña entidad, con 189 sucursales, que les permite a los gerentes de cada dependencia fijar su propio horario de apertura. Creo que ningún banco hizo algo parecido. La idea fue que los gerentes se sintieran “dueños” de un negocio, y para conseguirlo era necesario proporcionarles esa libertad.
Hay varios principios centrales en torno de los cuales tendremos que construir nuestros nuevos modelos de gestión. Uno es la libertad. Es imposible pretender que una institución sea adaptable si está controlada por completo desde la cima. Cuando observamos los sistemas que han demostrado ser adaptables a lo largo de décadas y siglos —sistemas biológicos, democracias, mercados, ciudades—, lo que salta a la vista en todos ellos es que,
según las normas de la multinacional típica, son más autónomos. La cuestión radica en cómo brindar a la gente más libertad sin caer en el caos.
El segundo principio es la variedad. A medida que el mundo se vuelve más incierto, resulta más difícil prever el futuro. Ya no podemos elaborar estrategias a 10 o 20 años; hay que experimentar constantemente con cosas nuevas, de bajo costo, y ver qué funciona y qué no. Por lo tanto, se trata de más opciones, más experimentación, menos grandes visiones y menos estrategias. Y el tercer principio indica que, cada vez más, tendremos que aplicar la lógica de los mercados a las organizaciones. Los mercados no son infalibles, pero, a menos que estén distorsionados —por una mala política pública, por ejemplo—, son mucho más eficaces que las jerarquías cuando llega el momento de asignar recursos para las nuevas ideas. En un mercado, si decido que quiero vender mis acciones de la compañía X para invertirlas en la compañía Y, no tengo que consultarlo con nadie, sólo lo hago.
Una de las cosas que sabemos a partir de los sistemas sociales es que cuanto más concentrado esté el poder político, menos flexible será. En los mercados, el poder se distribuye ampliamente, y muchas personas toman decisiones todos los días. En las jerarquías, una minoría tiene el monopolio para fijar la estrategia y la conducción, y esto puede ser fatal en un mundo de fuertes discontinuidades.
Usted dice que los ejecutivos deben aprender lecciones de otras disciplinas. Además de los mercados, ¿qué otros ejemplos destacaría, y por qué?
Si aspiran a triunfar en el futuro, las organizaciones tendrán que encontrar maneras para infundir energía a la gente, de modo que no sólo aporten al trabajo sus capacidades, sino también su pasión y su iniciativa. ¿Y qué genera ese compromiso más profundo en las personas? La respuesta es alguna causa, un objetivo mayor que el de hacer dinero, algo más grande que uno mismo.
La gente todavía necesita encontrar un sentido a las cosas. Por eso, la empresa debe estar comprometida con un propósito valioso. Lo dijo con unos 20 años de retraso Jack Welch. Recientemente manifestó que maximizar la riqueza de los accionistas como motivación primaria es una idea estúpida. Y tiene razón. No se trata de que este indicador sea inadecuado; si uno no usa bien su capital y no devuelve algo a los accionistas, no merece estar en el negocio. Pero creo que hemos confundido el marcador del juego. Hay diversas maneras de apuntalar el precio de las acciones, y muchas de esas formas socavan nuestra capacidad para generar valor en el largo plazo. Es necesario encontrar el sentido más amplio. En estas organizaciones tecnocráticas, estructuradas, perdimos el sentido, y después nos preguntamos por qué los empleados se comportan de manera automática.
Usted habla de reducir la burocracia, la jerarquía y los sistemas tradicionales de control. ¿Acaso la crisis financiera no puso de manifiesto una falta de control fundamental? ¿No fueron los banqueros “innovadores” los que nos llevaron a esta situación?
Las causas de la crisis financiera son complejas. Yo diría que la crisis tiene tres niveles.
Primero está la explicación técnica: la conversión de activos, el exceso de inversión a crédito, modelos y premisas que no han sido probados, concentraciones bancarias (entidades que eran demasiado grandes como para quebrar).
Creo que detrás de eso hubo una segunda explicación, mucho más humana. En realidad, lo que vimos fue una especie de juego de moralidad, en el que se exhibieron todos los vicios humanos. Se vio con claridad lo que pasa cuando las empresas están impulsadas por la codicia, sin sentido de la responsabilidad hacia la sociedad en su conjunto. Vimos soberbia y avaricia.
Por último, la tercera dimensión fue el completo fracaso de nuestro sistema regulatorio. Algunos describieron lo sucedido como una crisis del capitalismo. No creo que se trate de eso en absoluto. Lo que nos metió en este problema —los instrumentos financieros derivados (basados en otras garantías), los incumplimientos de deuda, los falsos canjes y las obligaciones de deuda con garantía— es que no había mercado para esos instrumentos. ¡No se puede hablar de fracaso del mercado sin un mercado! Hacía años que los banqueros se resistían a la regulación de esos mercados. Es necesario cambiar los mecanismos de control. En la mayoría de las organizaciones, nuestra manera de controlar a la gente es a través de rigurosas descripciones laborales, de una red de procedimientos y protocolos, y de fuertes relaciones de supervisión y jerarquía. El problema es que, en ese proceso, uno elimina la creatividad y la iniciativa. Pero hay otra manera de controlar a la gente. Volvamos al Bank of New Zealand. La entidad confió en que su experimento funcionaría porque cada gerente de sucursal cuenta con un sólido informe del estado de resultados, que le permite evaluar el verdadero costo de sus fondos. Y los empleados reciben salarios y recompensas de acuerdo con el informe de pérdidas y ganancias. Entonces es posible controlar a las personas sin apelar a la jerarquía. El control debe tener un objetivo final claro, basarse en la transparencia, en la vigilancia de los pares. Si se lo practica de ese modo, además de ser eficaz, no perjudica la creatividad y la pasión.
Volviendo a la banca, lo que necesitamos no es más control, sino que se apliquen las regulaciones. Se dijo mucho sobre esta crisis: que era nueva en su forma, que era global, que tenía que ver con las interdependencias entre las instituciones, que era imposible preverla. Pero son tonterías. Contábamos con todos los poderes y los marcos regulatorios necesarios para manejar la situación, pero no se usaron. La Comisión Federal de Comunicaciones (en inglés, FCC) tiene el poder para controlar y supervisar a los bancos inversores. No lo hizo. El Comité de Finanzas del Congreso estadounidense tenía el poder de gobernar en Fanny Mae y Freddie Mac, entidades que estuvieron detrás del problema de las hipotecas. No lo hicieron por razones políticas. Detrás de la crisis financiera hay una crisis política más profunda. La verdad es que los bancos tenían en sus bolsillos a todos esos políticos y reguladores.
¿Gobiernos y políticos podrían aprender algo de las innovaciones de management de las que usted habla?
Todos los principios son aplicables. Tuvimos burócratas que, en lugar de trabajar en pos del objetivo más amplio de proteger a los inversores y a la economía, se refugiaron en el hecho de que no era su obligación regulatoria particular, y ocultaron la cabeza en la arena. Un comportamiento clásico de un empleado sin poder, sometido a un control excesivo.
Si observamos algunos de los grandes problemas que enfrentan los gobiernos —cuestiones relacionadas con el clima, la atención médica, la seguridad—, vemos que muchos de ellos no pueden resolverse desde arriba. Esto no significa que no puedan ponerse ciertos marcos. Tomemos a Internet como ejemplo. Sin duda, es el emprendimiento más creativo en el cual se han embarcado los seres humanos. ¿Qué aprendimos de él? Para empezar, había que contar con algunos principios y normas sobre la interoperabilidad, la independencia de las plataformas. Un grupo de personas tenían que reunirse y definir lo que significa html, xml y cosas así. Pero, más allá de eso, se creó una plataforma en la que la innovación local es factible.
Para ver un ejemplo de esto, podemos remontarnos 10 o 15 años atrás y pensar en el viejo sistema telefónico. Allí, toda la inteligencia residía en la conexión central. Empresas como Alcatel, Nortel o Siemens fabricaban los equipos, y la única manera en que los operadores —BT, Deutsche Telecom, AT&T— podían lanzar nuevos servicios era reprogramando esas conexiones centrales; algo costoso y que insumía mucho tiempo. Toda la inteligencia, entonces, migró hacia las fronteras de la red. Hoy, si uno quiere hacer una llamada por Skype, sólo debe descargar un programa en la computadora. Si tomamos esta analogía y volvemos al gobierno, me resulta interesante el hecho de que todos los políticos que he conocido dicen que los emprendimientos que se generan en lugares como Silicon Valley, por ejemplo, son muy importantes para la vitalidad económica.
¿Por qué no tenemos un Silicon Valley de políticas públicas? Está llegando, al igual que están surgiendo nuevos emprendimientos sociales. Todas las grandes burocracias gubernamentales del mundo tendrían que apartar un 10 o un 20 por ciento de su presupuesto anual para financiar estos emprendimientos.
Algo es seguro: los problemas sistémicos no se resuelven desde arriba, sino mediante la experimentación social. Hay que determinar qué funciona, y después avanzar sobre eso. Desde el centro no pueden verse todas las variaciones y complejidades locales. Por lo tanto, se terminan elaborando políticas generales que tienen infinidad de costos imprevistos.
Creo que los mismos principios respecto de la variedad —es decir, los que utilizan los mecanismos del mercado en lugar de la jerarquía—, que cuentan con un objetivo claro pero no son ortodoxos en cuanto a los medios para alcanzarlos, pueden ser incluso más importantes para los gobiernos que para las empresas. Porque en los gobiernos hay monopolios legales sin la presión de la competencia, sin la posibilidad de una quiebra. Tienen, incluso, menos mecanismos de control cuando ponen en marcha una política inapropiada o simplemente estúpida.
Este año se celebran los 100 años del nacimiento de Peter Drucker. ¿Cómo resistió la prueba del tiempo la teoría de management de Drucker?
En general, creo que se sostiene bastante bien. Drucker es uno de los autores más visionarios que han existido. Hay dos cosas en particular que, a mi juicio, entendió desde un principio. Una fue la transición de la economía industrial a la economía del conocimiento.
La segunda fue haber comprendido, antes que la mayoría, que vivimos en un mundo donde cada vez hay menos cosas seguras, y pudo ver de qué manera eso afectaría a las organizaciones.
Dicho esto, creo que estamos ingresando en una tercera etapa. Pasamos de un mundo industrial, en el que la riqueza provenía de la capacidad para acumular y desplegar el capital, a un mundo de conocimientos, donde la riqueza era generada por la capacidad para crecer y desplegar habilidades y competencias, y ahora avanzamos hacia una economía creativa, en la que hasta el propio conocimiento se está convirtiendo en un producto indiferenciado, cuyas ventajas se disipan muy rápido. En este contexto, el factor que marcará la diferencia será la velocidad con la que se pueda crear algo nuevo.
En un mundo abierto, donde las ideas pueden provenir de cualquiera, hasta las personas más creativas experimentarán la enorme presión de competir como individuos. Hoy puedo comprar ideas en cualquier lugar del mundo a un precio muy bajo. Las mismas presiones económicas que primero vimos en el trabajo de los obreros y después en el trabajo analítico de los oficinistas, serán las que veremos en lo que yo denomino “trabajo sin uniforme”; es decir, en los que usan camiseta en lugar de traje.
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